La entrañable maldición de ser así

La entrañable maldición de ser así

Por Javier Figueiredo.

Si le hubiera cortado las alas

habría sido mío,

no habría escapado.

Pero así habría dejado de ser pájaro y yo…

yo lo que amaba era el pájaro.

Estas palabras que el malogrado Mikel Laboa escribió para una de las canciones más bellas del mundo y que se titula Txoria Txori, me vienen a la memoria cada vez que me desvelo por los sinsabores que produce intentar participar en la transformación política y social del mundo que vivimos. Cuando un 15 de mayo de 2011 la gente se quedó en las calles tras manifestar su indignación, se inició un proceso de repensar la manera de darle la vuelta a un mundo que estaba en manos de corruptos y personajes sin escrúpulos, aquí y a nivel global, un proceso de abajo  a arriba y procurando no caer en los mismos errores que nuestros padres, que habían levantado las calles de París para encontrar la playa y muchos vieron, cerca del hotel playero, un Consejo de Administración bien remunerado.

Una noche de sábado de aquel mayo de 2011, al pie de la fuente que hay enfrente de Correos en Badajoz, escuché el debate de unas cuarenta personas (en su mayoría veinteañeras) y reparé en que algo grande estaba empezando: se escuchaban, se hablaban de igual a igual, costaba llegar a conclusiones pero se había dado un gran paso. El 15M, pase lo que pase en los próximos 10 años, habrá merecido la pena porque permitió que una generación nacida a finales del siglo XX conociera en primera persona lo que es una asamblea, con sus esplendores y sus pequeñas miserias. Los que tenían mucha prisa acabaron marchándose y entonces aprendimos aquello de que vamos despacio, porque vamos lejos.

Fue en el intenso primer semestre de 2015, a eso de las doce de la noche, tras cuatro horas largas de reunión intentando articular políticamente los espíritus del 15M y fraguarlos en candidaturas locales, partidos instrumentales o agrupaciones de electores, que alguien me dijo en broma lo afortunados que eran en esos partidos en los que alguien manda lo que hay que pensar y todos obedecen sin rechistar. Se echaba de menos la operatividad, la capacidad para concretar, y nos perdíamos en monólogos, diálogos entrecruzados, guirigáis improvisados y otros bien planificados.  La tentación de reducir la toma de decisiones a un número más pequeño de personas es una corriente (¿de pensamiento?) a la que se recurre cada vez que se eterniza el debate, se discute hasta el detalle o nos enredamos en hacer taxonomías de churras y merinas, galgos o podencos.

In medio virtus, en el medio (y no en el centro) está la virtud. Hay un momento en el que es necesario que quienes pretenden transformar este desaguisado llamado mundo logren una dinámica que compatibilice el espíritu de las plazas de mayo con la celeridad que reclaman las urgencias del género humano. Pero no le corten las alas a este modelo participativo, de abajo a arriba, lento pero de todas y todos, porque lo que yo amaba (y sigo amando) es el mismo pájaro al que cantaba Mikel Laboa.

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