Mecánicas capitalistas en el juego editorial

Mecánicas capitalistas en el juego editorial

Por Fidel Martínez

Leía hace poco en un artículo de prensa digital que las recientes prácticas de una treintena de renombradas casas editoriales entre las que se cuentan Penguin Random House, Alfaguara, Lumen o Plaza y Janés, las ha llevado a constituir en su seno sellos editoriales que encuentran en la autoedición una nueva vía de aprovechamiento del sector, copiando una fórmula que ha ido ganando auge en los últimos años gracias al empeño inicial de pequeñas editoriales pioneras, como Bubok, que ven con temor esa intromisión en una parcela que consideraban exclusiva hasta ahora.

Me interesa especialmente una parte de la exposición que se centra en un nuevo modo de llevar a cabo la autoedición y que permite al autor acceder a todos los “beneficios” que supone ver su libro publicado, a cambio de abonar una determinada cantidad de dinero. O lo que es lo mismo, pagar por contratar los servicios de una editorial. Esto pone de manifiesto, primero, que la editorial está cambiando el papel que hasta ahora ha desempeñado en el circuito literario. También que ese cambio está afectando al rol asignado al resto de actores implicados y que incluye no sólo al autor, sino además a lectores y distribuidores. De esta polémica surge la necesidad inevitable de volver a plantearse cuáles han sido esos roles durante todo este tiempo, si mantienen su vigencia o si, por el contrario, el cambio es necesario o, incluso, inevitable. ¿Qué función tiene el autor dentro de este entramado? ¿Debe contentar a sus editores y lectores o debe satisfacerse únicamente a sí mismo? Y el editor, ¿debe actuar como un censor en su papel de mediador?¿Debe promover la creación de nuevos libros o limitarse únicamente a seleccionar previamente las obras que después editará? Y ¿basará su política editorial en la difusión de la cultura o exclusivamente en el lucro empresarial? ¿Les procuran las distribuidoras la misma atención a todos sus libros o los discriminan según el rango de importancia de la casa editorial que los publicó? Y para finalizar, ¿debe el lector posicionarse como un sujeto activo y exigente o permanecer pasivo y a la espera de lo que le ofrezca el mundo literario? Demasiadas cuestiones para tratar que se salen del contexto marcado por las modestas pretensiones de este artículo. En cualquier caso, lo que parece sostener todo este cuestionamiento, es el debate esencial de si la obra literaria debe ser concebida como un producto cultural o de consumo.

Obra literaria: ¿producto cultural o de consumo?

La semántica actual nos ofrece una respuesta, si no evidente, al menos consensuada. El autor “produce” un “producto”, el libro, que la “empresa” editorial se encarga de difundir y “ofertar” a un lector que lo “consume”. De esta forma el acto comunicativo que subyace al acto de escritura, donde el autor se posiciona como emisor y el lector como receptor de un mensaje, el libro, se ve contaminado y apropiado por un semántica de carácter netamente capitalista, que reduce a una simple relación de oferta y demanda lo que en esencia forma parte de las ricas y variadas exigencias de los modos de comunicación social, constreñidos ahora en sus formas y contenidos por los mecanismos interesados del mercado, que han trasladado la significación del término “sector” al término “industria” y que han puesto énfasis en un único sujeto, la editorial. De ahí que aplicado a este ámbito concreto, el mercado del libro sea sobreentendido como mercado editorial. La actual consolidación de esta semántica capitalista se pone de manifiesto si atendemos al origen de la labor editorial. Si consideramos que la figura del editor, en sus inicios, apostó por la comercialidad de la obra literaria es porque ésta suscitaba un interés social. En un tiempo en el que los libros estaban únicamente al alcance de una minoría, el conocimiento constituía un valor por el que merecía la pena pagar. Y así lo supieron ver aquellas editoriales pioneras. Es por ello que a las intenciones lucrativas que evidentemente tenía ese editor, se sumaba un interés por la cultura, una confianza y por qué no, una complicidad con la obra literaria y con su autor, que desembocaba en un riesgo compartido. Esa visión del mundo literario aún subsiste, sobre todo entre pequeñas y medianas editoriales que mantienen cierta visión romántica sobre el asunto, pero que queda desmentida en aquellas editoriales que ofrecen sus servicios a cambio de un desembolso económico, ya que en este caso se rigen por la fría lógica capitalista de obtener el mayor beneficio a cambio del menor riesgo posible. Así, cualquier compromiso con el valor cultural de la obra desaparece, atribuyendo a estas editoriales el papel de meros prestamistas.

Esa es la realidad imperante, y sobre ella quiero centrarme. Una realidad que se ajustará a las pretensiones de uno u otro según sus intereses: prestigio para el autor, ganancias para las editoriales y distribuidoras, y satisfacción para el lector. Legítimas si se ajustan a la semántica ya comentada. Pero más allá de esos intereses y de sus consecuentes demandas y reivindicaciones, existen los mecanismos capitalistas que están posibilitando la creación de estas nuevas fórmulas editoriales, que desconciertan a propios y extraños, generando controversia y debate como síntoma de un malestar o un descontento que tiene en su eje de articulación al libro. O al menos, eso es lo que parece a primera vista.

Necesidad económica y reconocimiento

Tomemos como ejemplo la fórmula editorial objeto de controversia, que es al fin y al cabo la que ha motivado esta reflexión, y preguntémonos, ¿por qué querría un editor que un autor pague por ver su libro publicado y por qué el autor querría realizar ese pago? En el caso del primero parece evidente que por puro interés lucrativo. En el caso del segundo la respuesta también parece, a priori, clara: para ver su libro publicado, obtener la mayor difusión posible y de paso ganar algo de dinero. Así el autor satisface no sólo una necesidad económica, sino también otra necesidad, aún más importante para él, de reconocimiento. Porque una mayor difusión supone una mayor posibilidad de captación y su reconocimiento público como escritor, o lo que es lo mismo, la obtención de prestigio. Pero, ¿tanto vale el prestigio para un autor como para que pague por él? Parece ser que sí.

Retomemos la semántica. El prestigio otorga estatus al individuo dentro del contexto social. El término estatus se refiere al posicionamiento que ese individuo ocupa en la sociedad, y al que se le puede sumar una connotación de privilegio y preeminencia. Quien posee un estatus está mejor posicionado en la escala social que otros de sus congéneres. Es por eso que el término goza de un gran valor en términos económicos, ya que a día de hoy el objeto de consumo se ha convertido en un medio por el cual el consumidor accede a un estatus. El consumidor que adquiere ese objeto persigue en realidad la consecución de un estatus. Un estatus que le proveerá de múltiples satisfacciones. El capitalismo sabe que la necesidad última del comprador es satisfacer un deseo. La publicidad también comparte ese conocimiento y por eso es uno de los instrumentos mejor valorados por la industria capitalista. Ese deseo es el que lo espolea a adquirir un producto compulsivamente, incluso sin una justificación real para ello. El producto u objeto de consumo es el señuelo que provoca al comprador, aquí el autor, para posicionarlo con su adquisición, pero no en ese estatus de prestigio que él pensaba a priori, sino en relación de subordinación y sumisión con respecto al objeto. Es así como los mecanismos capitalistas imperantes en el juego editorial logran que no sólo el lector puje por adquirir una obra literaria, sino que también lo haga el propio autor, el cual no sólo no está ganando nada actuando de este modo, sino que pierde doblemente, porque a la pérdida monetaria que supone pagar por ver publicado su libro se suma el tiempo, el esfuerzo y el talento invertidos y que tampoco serán retribuidos. Actuando así el autor, y ya no sólo las editoriales que participan de este perverso juego, perjudica y daña seriamente el reconocimiento social y la valía que tiene su labor creativa, en la búsqueda de la satisfacción de un deseo personal que jamás será satisfecho, porque en la significación misma de deseo está inscrita la idea de inaccesibilidad e insatisfacción. No se puede desear lo que ya se tiene. Coloquialmente se representa esta idea en la fábula del burro y la zanahoria. O en términos capitalistas: el autor está restando valor a su inversión.

Pero la cosa no termina ahí, porque una vez adquirido ese supuesto estatus, hay que mantenerlo, porque el prestigio no sólo otorga un estatus sino que además depende de él, y como hemos visto antes, tras ese estatus de prestigio subyace la necesidad constante e irracional de satisfacer un deseo. Eso quiere decir que el autor deberá continuar escribiendo libros, adaptado y sometido a unas dinámicas que cada vez lo deslegitiman más. Él continúa escribiendo para alimentar la ficción de un prestigio que encuentra acomodo en el nombre. La autoría representada a través del nombre del autor se constituye en marca comercial, según esta semántica capitalista, que garantiza un estatus económico y de prestigio a largo plazo. Y esto es así porque la lógica capitalista sabe del valor que el individuo tiene para la sociedad moderna. Ha constituido una industria también en torno al nombre del autor. En este caso, ya no compramos un libro, sino a la persona que lo escribió, el autor, o lo que es más estremecedor y desconcertante, ni siquiera eso, tan sólo un nombre, una rúbrica. Compramos humo a precio de oro.

Es entonces cuando se produce una inversión peligrosa, porque al constituirse el autor en reclamo y marca comercial, se convierte a su vez en objeto de consumo. El individuo es reducido a cosa, a mera especulación bursátil, sujeto a las directrices e imperativos que rigen el mercado editorial. Con su acción deshumanizadora e interesada, todas las editoriales que participan de este juego, han ido restando paulatinamente significancia al autor. Si el libro ya la había perdido al convertirse en señuelo de deseos que nunca serán satisfechos, ahora también sucede en el autor, que ha sido privado de su humanidad al convertirse en objeto de consumo. Eso implica que de seguir así, pronto ya no habrá autores ni libros en términos significativos, en ese sentido tampoco lectores, a los que se está desproveyendo descaradamente de toda actitud crítica, y que tan sólo el sujeto editorial prevalecerá como un rey Midas del siglo XXI, que convierte en oro todo lo que toca.

Sin duda, estas editoriales están sacando provecho de las ilusiones de muchos autores que anhelan un reconocimiento, que están en su derecho de reclamar. Pero el autor que obra en sintonía con estas lógicas mercantilistas, y que creerá hacerlo lícitamente, está apostando a una posibilidad entre un millón, y tal vez resulte ganador y obtenga ese prestigio como escritor que siempre ha buscado, pero lo hará, no lo olvidemos, a costa de destruir aquello en lo que tantas esperanzas había depositado.

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