Voto (in)útil

Por Javier Figueiredo.

Una de las dificultades que tiene el votante de circunscripciones pequeñas es la tentación de dejarse llevar por el utilitarismo como primer criterio de elección. El bipartidismo, que en 2008 arrasó con casi un 84% de los votos válidos y un 92 % de los escaños del Congreso de los Diputados, ponía al votante reflexivo y racional en la tesitura de meter la papeleta en la urna con guantes y mascarilla, con la única finalidad de que su voto no pasara a formar parte del contenedor azul (entiéndase el adjetivo azul en el amplio sentido del término). En esas elecciones de 2008 el PSOE consiguió cada escaño con 66.800 votos, el PP con 66.740 (¡menos incluso que el vencedor!) mientras que a IU cada uno de sus dos diputados le costó la friolera de 484.973 votos.

Todos esos datos, que se escribieron con rotulador y sobre cartones en las plazas de España durante aquellos días posteriores al 15 de mayo de 2011, iniciaron el surgimiento de nuevas formas de acción política. Alguna ha llegado a tomar forma de partido político y todo parece indicar que aquel bipartidismo que creíamos – y temíamos- perpetuo esté a punto de desmoronarse.

A pesar de que los sondeos apuntan a que el 20D las opciones con posibilidades de entrar con peso en el parlamento van a aumentar, es en esas circunscripciones pequeñas donde el elector tiene que darle más vueltas al sentido de su voto. Será porque nuestra tradición judeo-cristiana es más profunda de lo que creemos (incluso en los ateos practicantes), uno de los elementos que se tienen en cuenta a la hora de decidirse es el dolor, la culpa y el arrepentimiento que puede producirnos la emisión de un voto “desperdiciado”, que no sirve para la adjudicación de un escaño.

Como quiera que todos hemos pasado alguna vez por esa tesitura de caer en el utilitarismo para que no ganen otros que pudieran ser peores,  convendría analizar los dos tipos de arrepentimiento que nos pueden desvelar el sueño durante cuatro años. El primero sería elegir una opción con la que estás muy de acuerdo pero a la que la matemática electoral la puede convertir en un voto «tirado». La segunda opción, el llamado voto útil, consiste en votar sin mucho convencimiento programático pero para que el escrutinio no te haga enfadarte contigo mismo la noche electoral. Yo preferiría siempre maldecir mil veces la Ley D’Hondt durante cuatro años, que sufrir políticas con las que no estaría de acuerdo y que habría apoyado más por aritmética que por razón y sentimiento.

Que el sentido de tu voto sea siempre un voto sentido, con sentimiento, apoyado en convicciones, dirigido a quien te inspira confianza, con su dosis de racionalidad programática, pero sin dejarse llevar por las horquillas y los números decimales. En la vida nos toca hacer muchas cuentas y muchos números, pero para elegir a quien nos represente hay que fijarse más en la letra (y también en la pequeña).

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